jueves, 6 de marzo de 2008

Fue un 12 de enero

La mañana del viernes 12 de enero de 2007 sucedió uno de mis despertares más tristes... en radio Monitor anunciaban la muerte de Arrigo, él fue un erudito de esos como hay pocos y, sin embargo, era de una sencillez admirable, le emocionaba cuando los taxistas lo reconocían tan sólo de escuchar su voz y, entonces, de inmediato, lo bombardeaban con preguntas sobre el significado de cualquier palabra. Él tan lleno de palabras y yo con tanto silencio por su ausencia...
Y cómo no iba a ser sencillo si por varios años comió conmigo cada miércoles sin falta, él invitaba la cuenta y yo pagaba el taxi para dejarlo en la escuela de escritores de Sogem... era 60 años mayor que yo y siempre me escuchaba, se interesaba por mis problemas de veinteañera confundida y me daba claridad, me explicaba sobre cualquier cosa, abría horizontes que me ampliaban la perspectiva y, cuando le daba a leer mis textos decía que él los disfrutaría, más no los criticaría porque... "Yo no sé de literatura", y entonces lo quería más, mucho más, pues yo sabía que él, valga la redundancia, sabía de literatura y de casi todas las cosas que existen en el mundo, y no exagero.

Arrigo fue un erudito, definitivamente, pero, desde mi punto de vista, lo más valioso que tuvo fue la capacidad de tocar almas y, con ese simple hecho, transformarlas, y eso nadie me lo contó, mi alma lo conoció y se volvió otra, una mejor, más viva, más llena... más alma.

En 1997 me dio una autosemblanza para que la capturara en computadora, yo la guardé, Arrigo dijo de su vida:

Pese a haber nacido en Italia y de padre italiano, por la temprana desaparición de éste, a la edad de catorce meses quedó al cuidado de su abuela materna, mexicana. Con ella, a los dos y medio años, fue refugiado en Barcelona, España, al aliarse Italia a los países que se opusieron al imperialismo alemán en la Primera Guerra Mundial (1914-1918).

A sus seis años, siempre con la abuela, hizo una visita, en Rosario, Argentina, a una tía paterna que allá había emigrado. Entre las edades de siete a ocho y medio años, vuelto a Italia, vivió en la casa de su madre, en Milán, que prácticamente era el refugio del Consulado General de México.

Por todo lo anterior, su primera lengua fue el español, y apenas tuvo contactos con el catalán y el italiano. Por consiguiente, cuando lo trajeron a México, a mediados de 1921, no tuvo dificultad alguna para adaptarse al lenguaje capitalino, en cuyas más auténticas fuentes abrevó, hospedado en el número 13 de Isabel la Católica —zona lagunillera—, hizo su primaria en el 8 de la calle de la Perpetua (la prisión inquisitorial), hoy Venezuela. Deambuló por El Carmen, Tepito, Peralvillo, La Merced y el centro comercial de entonces. Allí estaba toda la vida de la Metrópoli: las facultades, los mercados, los teatros, los primeros cines, los cafés y los restaurantes. No es raro, pues, que le hubiese llamado la atención que, en un mundo tan disímbolo, la gente, de tan diversos estratos culturales, se comunicara sin dificultad en las más variadas circunstancias de contacto humano. Fue entonces cuando, el tratar de explicarse tal fluidez de convivencia, nació su vocación de lingüista.

Los reveses económicos —el famoso crack internacional de los primerísimos treinta— lo obligaron a hacer estudios perentorios en disciplinas ajenas a sus más acariciados intereses.

Orientado, por el ejercicio de actividades de oportunidad, hacia la práctica de la propaganda mercantil, se profesionalizó en la publicidad.

En ella, una vez estabilizado en un nivel cómodo, de prestigio y de holgura económica, resucitó la curiosidad por ahondar en los problemas que el lenguaje plantea como medio de relación social; comenzó a investigar y el ámbito publicitario propició que comenzara a publicar los frutos de sus investigaciones.

Compatibilizó profesión y afición: sus primeras cátedras fueron de redacción publicitaria; en su oportunidad enseñó semiótica. Actualmente es director de un centro de estudios de la comunicación, profesor de lingüística en la Escuela de la Sociedad General de Escritores de México, contribuye, con un artículo por número, a la dilucidación idiomática de los tecnicismos propios de una prestigiada revista sobre nutrición, y cada catorce días responde preguntas del público, acerca de significados de palabras, en un muy popular noticiario radiofónico. Atiende, regularmente, un servicio de consulta sobre propiedad y corrección redaccional en la Comisión de Ciencia y Tecnología de la Legislatura del Distrito Federal.

De sus frecuentes incursiones en el periodismo ha logrado compilar cuatro libros: el primero, agotado; los dos siguientes, en el mercado; y el cuarto, en preparación para editarse.

Durante los cuatro lustros que mediaron entre 1935 y 1955, tuvo una intensa actividad como narrador en programas musicales, primero en radio y luego en televisión, sobre todo en controles remotos de ópera o de orquestas sinfónicas.

Buen aficionado —mejor que algunos profesionales— a la lingüística, reconocido comunicador (¿o comunicólogo?), magnífico tragón (casi gastrónomo) y prelibante de la música, sin distinción de géneros, y de la conversación amistosa, ha disfrutado de la vida —aparte de su felicidad doméstica (tres esposas, cinco hijos y nueve nietos)—, a lo largo de ochenta y cuatro años cumplidos, el autor de esta autosemblanza.
Arrigo Coen Anitua

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Qué personaje!
¡Qué privilegio que lo hayas conocido y que haya tocado tu vida! Y tú la suya.
Abrazo grande!