miércoles, 27 de febrero de 2008

De los hilos vueltos cosas

Todo empezó con los hilos de estambre y el resorte intercalado, nació como cualquier calcetín lo hace. Desde que estaba en la máquina hiladora era muy ambicioso, soñaba en guardarse dentro de un zapato italiano (por lo menos), envolviendo un pie limpio, delicado, sin callos, sin hongos pero, sobre todo, sin ojos de pescado porque aún sin conocerlos los imaginaba repugnantes.

La ilusión empezó a derrumbarse cuando lo pusieron junto a su hermano gemelo, eran muy parecidos más nunca iguales. Sigfrido era perfecto mientras que Anastasio tenía un pequeño hoyo a la altura del talón, detalle que los hizo terminar en un rincón de saldos.

Justo cuando acababan de llegar al botadero, una mano tosca y sucia que parecía esperarlos los sacó del montón (el sueño del zapato italiano se había desvanecido, aunque en el fondo Sigfrido tenía la esperanza de ser lavado a mano, claro está, previo remojo en agua tibia y champú o, por lo menos, jabón de baño).

La pesadilla comenzó el día en que Fabián estrenó sus calcetines, eran las cinco de la mañana, mala hora para enfrentarse a un verdadero ojo de pescado, la impresión fue devastadora, después el sudor que lo empapaba, la tierra que lo endurecía y esa prisión de zapato maloliente, el día... eterno.

Necesitaba respirar después de tantas horas, estaba ya mareado, con nauseas y ascos —de no ser varón, parecería embarazado— sin exagerar: ¡al borde de la histeria! En eso estaba cuando por fin el aire lo inundó, lo mismo que la luz.

Fabián sin el menor cuidado se quitó los calcetines y los botó en el suelo. Sigfrido al contrario de enfadarse se sintió feliz, liberado. Martha se agachó a recogerlos pero Fabián la detuvo: “Déjalos mujer, todavía me aguantan otra puesta” ¿Otra?, ¡otra! Sigfrido, tan pulcro, se quedó impávido, protestó y protestó hasta caer dormido.

Amaneció, estaba de muy mal humor, refunfuñaba mientras que Anastasio reía como loco: “Te ríes porque sabes que esto es culpa tuya y de tu estúpido hoyo, de no ser por ti a estas horas dormiría limpio y con calcetines de seda”, Anastasio, sin parar de reír se permitió hablar: “Ay, ay, ay no exageres, ni que fueras tan fino”. Sigfrido sintió que los hilos se le revolvían del coraje, pero sobre todo del asco cuando Fabián le metió el pie.

Ese día fue aún más insoportable que el primero. Por la noche, después del trabajo obligatorio, Martha se encargó de los calcetines (estaban más duros que dos trozos de cartoncillo) ¿Y cómo no? Con 48 horas de uso y acelerador, freno, acelerador, freno, ¡qué fastidio!

Cuando cayó en la tina de ropa sucia Sigfrido chiflaba contento, se había olvidado de todo, hasta del ojo de pescado. A su lado estaban las pantimedias quienes coquetas le lanzaban tronados besos, él, apenadísimo, en lugar de corresponderlas se escondió entre la playera de lunares.

El silbido terminó cuando las prendas empezaron a caer dentro de una gran boca con dientes en forma de aspas, Sigfrido desesperado se aferraba a los bordes, la playera de lunares lo tomó con ternura de la punta, de inmediato el pantalón de mezclilla, bastante molesto, jaló a la playera, ésta se sacudió al tiempo que decía: “Suéltame, ya estoy harta de tu absurda conducta celotípica”, el pantalón de mezclilla cayó dentro de la boca metálica, entonces la playera de lunares le dijo a Sigfrido: “No pasa nada chiquito. Ya verás que al salir te sientes otro”, él no escuchaba, seguía prendado del borde, pero Martha sin corazón y sin miramientos lo arrojó a la lavadora, primero el agua fría, luego un puño de detergente.

Sigfrido se retorcía como gusano: “Me pica, me pica”, mientras que la tanga negra lo envolvía y le susurraba provocativa: “Disfrútalo nene”. ¿Disfrutarlo? ¡Cómo! Era necesario que alguien le explicara cómo disfrutar una experiencia tan caótica... vivía el desastre, en medio de ese huracán todos se ahogaban, se hundían unos a otros por conseguir un poco de aire —como náufragos perdidos en el océano—. Se veían… no se veían, de la orilla a las aspas, de las aspas a la orilla. Y el desquiciado del pantalón que aprovechaba la menor oportunidad para intentar ahorcarlo con su larga pierna, sólo porque la playera de lunares había confesado su amor por Sigfrido, ¿amor?, ella siempre se enamoraba de todos, no distinguía prendas, colores, texturas y mucho menos marcas.

Después vino el ciclo de secado: un remolino, Sigfrido sentía cada vez más tenso el tejido, con cada vuelta se hacía más y más pequeño. El remate fue el tendedero, le apretaba como si quisiera reventarle la costura, estaba tan cansado que ni notó las insinuaciones de las pantimedias, que aprovechaban el viento más ligero para llegar hasta él y acariciarlo, ¡y qué decir de la tanga negra a su lado! Él sólo deseaba dormir en un cajón, y así, colgado bajo la luz de la luna se quedó dormido.

El calcetín despertó hasta que Martha doblaba la ropa. Sigfrido encogió tanto como el hoyo de Anastasio había crecido; Martha furiosa los apretó con el puño y le dijo a Fabián: “Te he dicho que no compres porquerías en los saldos... ve en lo que se ha convertido tu ahorro. ‘Lo barato sale caro’ y lo sabes”. Sin soltar los calcetines sacó unas tijeras del delantal y empezó por cortar a Sigfrido que derramaba lágrimas y sentidos: “Ayy, ayy, ayy...”. “Te advierto que no estoy dispuesta a seguir haciendo cojines con las porquerías que compras, ¡quedan durísimos caray!, y un par de tus baratas cuesta lo mismo que medio kilo de esponja”.

De Sigfrido no se supo más, pero desde donde esté quizá lo que más valore sea no tener que soportar los ojos de pescado (que realmente son repugnantes), en especial los de Fabián, que no sólo se multiplican sino que crecen día con día.

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