miércoles, 20 de febrero de 2008

¿Por qué le escribimos a la Luna?

Hace millones de años existió en la galaxia un lugar cuya especialidad lo hizo famoso, lo más atractivo eran los ingredientes secretos, un delicioso misterio. Saturno era el dueño, le sacó partido a sus anillos utilizándolos de barra; alrededor de él se sentaban famosas estrellas, destacados asteroides, cometas de moda, codiciados planetas y alguno que otro satélite perdido.

Todas estas personalidades del cosmos eran atendidas por Marte y Júpiter mientras que Neptuno cobraba en la caja el cotizado polvo de estrellas. La excepción no podía ser la pareja del momento, Venus y Sol, eran de los clientes consentidos y es que Sol en cada visita por lo menos repetía cinco veces el mismo platillo (no por nada creció tanto en cinco mil millones de años).

Un día cuando Sol acababa de terminar la segunda ronda, entró Luna del brazo de Mercurio, Luna lucía una argolla de compromiso en la punta, todos comentaban el futuro enlace tan disparejo. Mercurio, además de feo, era un pesado, nadie lo soportaba, ella amable, negra y hermosa definitivamente no era para él. Todas las miradas se clavaron en Luna, aún la de Sol, ni siquiera los reclamos de Venus consiguieron que le quitara la vista de encima; Sol sentía como algo extraño se le agitaba adentro, su corazón se inflaba y desinflaba de emoción, el dorado de su piel se hizo intenso. Sin pensarlo estiró sus rayos hasta tocar a Luna, entonces el negro cambió a plateado espejo, todo se inundó de luz en medio de una lluvia de chispas, verdadero amor a primera vista.

Mercurio moría de la rabia, para Luna él ya no existía. “¿Qué puede tener ese güero panzón que no tenga yo?”, se preguntaba. Venus, por su parte, también rabiaba. Ella tan hermosa, tan perfecta, y el tonto de Sol así como así se atrevía a cambiarla por una insignificante satelitucha... “Pero esto no se queda así, Sol me la paga y ésa también”.

Sol y Luna pasaban el tiempo alejados de todo en un eclipse eterno. Poco a poco las cosas cambiaron, Sol salía muy seguido, inventaba todas las excusas para no llevar a Luna con él; ella se quedaba deprimida en casa, estaba ya en cuarto creciente tal vez de tanto comer meteoritos, a veces sentía como algo se le revolvía en la panza, y seguro no eran las tripas, ese algo daba patadas. Luna engordó y engordó hasta que se puso llena.

Venus aprovechaba para reconquistar a Sol, él no hacía más que coquetear un poquito con todas y lanzarle de vez en cuando un rayo a Venus que la hacía estremecer. Urano, el mejor amigo de Mercurio, no
dejó pasar la oportunidad de decirle a Luna que Venus y Sol se frecuentaban a menudo, que juntos visitaban los mejores lugares y que se les veía muy contentos: “Querida, recuerda que ‘Donde fuego hubo, cenizas quedan‘”. El nombre de Venus retumbaba en la cabeza de Luna, creyó cada palabra que Urano le dijo, por lo que herida decidió alejarse de Sol.

Mercurio, nada tonto, se interpuso entre ellos. No había momento en que no le suplicara a Luna que volviera con él, Luna no lo soportó y se alejó aún más, entonces llegó Venus, de ella dependía hacer la separación definitiva, Sol ya le había pedido que se alejara para que Luna volviera, pero Venus no iba a permitirlo. Luna se hartó de la situación y terminó poniendo Tierra de por medio.

Sol no supo a ciencia cierta lo que había perdido, hasta el día en que después de unas fuertes contracciones Luna se rasgó a la mitad, de ella como cascada brotaban los seres humanos que caían sobre la Tierra. Sol y Luna se miraban desde lejos, con tristeza porque en adelante sería muy difícil volver a estar juntos y con alegría porque al final su amor se había materializado.

Desde entonces los seres humanos estudiamos a los astros, esperamos la primavera, nos deprimen los días nublados, buscamos el Sol en verano, le escribimos poemas y canciones a la Luna, nos amamos debajo de ella, soñamos con alcanzarla y esperamos con emoción todos los eclipses porque en el fondo sabemos que significan la unión de nuestros padres y la más larga promesa de amor eterno.

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